Panamá: de la insurrección a la revolución

Comienzo a escribir el 14 de julio de 2022. A propósito de la conmemoración de la Revolución Francesa de 1789, acontecimiento que cambió la historia mundial, cabe abordar la rebelión a la que al fin se encuentra abocado el pueblo panameño a la luz de uno de los máximos productos de esa memorable gesta de la humanidad: su derecho, su deber y su necesidad de rebelarse contra los que abusan de ella y de cambiar radicalmente todo el orden que la oprime. 

Internacionales - July 22, 2022

José Ángel Garrido Pérez 

Especialista en Lengua y Literatura Española 

Miembro del Movimiento Revolucionario Socialista-Panamá 

Comienzo a escribir el 14 de julio de 2022. A propósito de la conmemoración de la Revolución Francesa de 1789, acontecimiento que cambió la historia mundial, cabe abordar la rebelión a la que al fin se encuentra abocado el pueblo panameño a la luz de uno de los máximos productos de esa memorable gesta de la humanidad: su derecho, su deber y su necesidad de rebelarse contra los que abusan de ella y de cambiar radicalmente todo el orden que la oprime. 

1.      De la protesta a la insurrección 

Las protestas ocurren cuando sectores de la población que suelen ser concretos y limitados realizan algún tipo de manifestación pública, con el propósito de exigir la satisfacción de necesidades o aspiraciones, más o menos puntuales, de índole social o económica, aunque algunas veces, limitadamente política: entran allí las condiciones de trabajo, salariales, reivindicaciones gremiales, por la igualdad y no discriminación; por condiciones de vida básicas como salud, servicios, alimentación, costo de la canasta alimentaria; por la no aprobación de leyes o tratados que se crean perjudiciales, contra la corrupción, abusos sexuales contra mujeres o menores; por los derechos humanos, la soberanía o la dignidad del propio país o de otro; contra los abusos corporativos, delitos económicos, corrupción pública o privada… y así un larguísimo etcétera.  La concreción, localización y aislamiento de estas protestas, lo mismo que su propósito limitado, hace que suelan terminar tanto en satisfacción plena o escamoteada como también en derrotas parciales o completas para los sectores que las convocan.  Su carácter es eminentemente reformista en el mejor caso, y no plantean una acción de envergadura general ni mucho menos una ruptura sistémica.  Pertenecen al campo de acción cotidiana de las dirigencias sindicales, gremiales o comunitarias, y su mayor o menor efectividad depende del espíritu de lucha de las bases y la habilidad de sus dirigentes, cuya permanencia en tal categoría suele estar a merced del éxito reflejado en resultados beneficiosos para sus representados, que por su parte a veces suelen perdonar e incluso propiciar su enquistamiento burocrático, sin menoscabo de las maniobras que las dirigencias emprendan para burlar a sus opositores internos. 

Cuando la concreción y alcance limitado de las protestas se satisfacen total o parcialmente, o bien son derrotadas, acaba temporalmente su motivo.  Por ello es clave para cualquier administración estatal conjurar su crecimiento.  Para todo Gobierno de nuestro ámbito, la paz social no es la felicidad de los ciudadanos, sino la ausencia de protestas.  Por lo tanto, sus soluciones son de lo más variopintas y van desde la declaración del estado de sitio al soborno de dirigentes, sin menoscabo de a veces ceder a las demandas y casi siempre mediando una intensa campaña de desprestigio contra los que protestan y sus dirigencias.  Todo parece valer en aras de la «gobernabilidad». 

El problema para los Gobiernos está cuando se acumula la insatisfacción general de las demandas, crece su incapacidad para satisfacerlas o conjurarlas y estas no solo se multiplican, sino que se hacen más virulentas.  Esto es frecuente en situaciones de grave conmoción social, política o económica, y se agrava cuando factores exógenos, como guerras, enfermedades o crisis financieras externas se unen a problemas estructurales internos como la desigualdad, la corrupción pública y privada, la discriminación, malestar social, delincuencia, escasez, altos precios y demás; todo ello detonado por algún hecho escandaloso que funciona como gota que derrama el vaso de la paciencia popular.  Esto provoca que haya factores comunes en el descontento generalizado, y que sobre la base de estos factores comunes, las exigencias reivindicativas se empiecen a articular en frentes sociales regionales y más adelante nacionales. 

 En este punto, las protestas reivindicativas ya no son aisladas, sino que son generalizadas; y sus objetivos no son parciales, sino comunes. Aquí se está a un paso del primer ascenso en la escalera cualitativa: la que va de la protesta a la insurrección popular. 

La insurrección popular es aceitada por la solidaridad 

Una protesta generalizada, para elevarse a la categoría de insurrección popular, ha de estar articulada.  Es natural que esta articulación ocurra a partir de focos que pueden ser uno o varios, y puede tener alcance regional o nacional.  Con frecuencia, es la propia lucha la que establece el ritmo, los mecanismos y condiciones de la articulación.  Esta última, por su parte, solo se logra a partir del compromiso, el cual, para corresponder al carácter popular, necesariamente debe ser solidario: esto es, basado en la ayuda mutua, el cumplimiento de acuerdos, la planificación conjunta y el sentido de la lealtad entre aliados. 

En el caso del más reciente ascenso de la lucha popular en Panamá, que está en curso actualmente, era evidente la ocurrencia casi diaria de protestas en todo el país, como constata la politóloga Lilian Guervara.  Así había estado durante años, pero los Gobiernos habían tenido la capacidad de garantizar la estabilidad interna, bien satisfaciendo las causas de las protestas total o parcialmente; ora llegando a «entendimientos» con los dirigentes, ora derrotando las iniciativas populares por dilución o represión.  La diferencia radica en que la agravación de las siempre existentes condiciones críticas hizo que las protestas se generalizaran sin solución, y un detonante encendió la mecha del polvorín: el incidente del wisky MacCallan 18, en el que un grupo de diputados celebraba con ese carísimo espíritu, mientras el pueblo sufre privaciones.   

Ante esta situación, las dirigencias, con el fin de no ser rebasadas por las bases, las llamadas «masas», empezaron a articularse sobre objetivos comunes, formando dos grandes alianzas regionales: una que aglutina a organizaciones populares del interior del país en la Alianza Nacional por los Derechos del Pueblo Organizado (ANADEPO) y otra que incluye a organizaciones de la capital y la ciudad de Colón (Alianza por la Vida).  El otro gran participante de la lucha son los pueblos indígenas, especialmente los de la comarca Gnobe-Buglé, al centro-oeste del país, actualmente la más beligerante y numerosa en población, además de la de mayor extensión territorial.  Existe la posibilidad de que estas tres grandes articulaciones regionales entren en contacto organizativo para la acción coordinada, cosa que el Gobierno está tratando de evitar por todos los medios a su alcance y que siempre depende, además, de la capacidad que las articulaciones regionales tengan para administrar eficientemente los principios del compromiso. 

En este punto, es preciso caracterizar la naturaleza insurreccional que ha alcanzado la protesta, señalando sus límites.  El principal de ellos es que las motivaciones, por comunes que sean, no pasan del nivel reivindicativo en lo económico-social.  Ello se desprende de la lectura de sus pliegos de peticiones y es sobre esa base que el Gobierno responde con medidas paliativas muy magras, pero que de ningún modo atacan los grandes privilegios de políticos y empresarios ni resuelven esencialmente los problemas que han motivado la insurrección.  La desigualdad social y económica queda reflejada en el privilegio que estos sectores sociales disfrutan en detrimento de las clases populares, las cuales se sienten francamente atracadas en lo referente al costo de la vida, medicamentos, transporte, servicios básicos, etcétera.  También se sienten burladas ante la impunidad con que opera la corrupción, al igual que agraviadas ante las exenciones y facilidades dinerarias a los grandes empresarios frente a un desempleo y subempleo galopante, una administración de justicia desigual, selectiva y que se vende al mejor postor, y una deuda externa que ha crecido exponencialmente y que solo ha servido para pagar una planilla estatal llena de «botellas» con altos salarios, hiperfinanciar bancos y proyectos hoteleros, taponar la evasión tributaria de las grandes empresas y mantener un gigantesco edificio clientelar, sin apoyo parangonable ni estímulo verdadero al pequeño propietario y al pueblo trabajador. 

En ese sentido, es interesante recalcar cómo definen tanto la Constitución salvadoreña (art. 87) como la peruana (art. 46), por poner un par de ejemplos, el derecho a la insurrección.  Para esas Cartas Fundamentales, el pueblo tiene derecho a ella solamente si esta sirve para restablecer el orden constitucional, de forma que se reinstaure el sistema político.  En otras palabras, la rebelión tiene un carácter conservador que implica el retorno al orden político, a la Constitución, por lo cual, si eso se traspone a una realidad como la nuestra, no implicaría ningún cambio sustancial del status quo, sino que perseguiría su continuidad renovando y reformando sus puntos flacos tanto en lo político-administrativo como en lo económico, con apenas alguna concesión al pueblo con el fin de apaciguarlo

En este nivel, las dirigencias insurreccionales asumen un papel esencialmente reformista. Primero, se supone que acompañan al pueblo en el disgusto que tienen.  Luego, intentan canalizar a las bases al logro de ciertas demandas inmediatas, a negociar otras y a desmovilizarlas con la promesa de vigilar el comportamiento de los administradores del Estado, los cuales, por su parte, prometen hacer las correcciones necesarias a la buena marcha de la nación. 

En general, este enfoque limitado del reformismo es consustancial a las organizaciones gremiales, sindicales, campesinas y profesionales (llamémoslas, genéricamente, «de trabajadores»), que son las que precisamente forman las dirigencias insurreccionales actuales.  Su rol, por correcto y honesto que sea, siempre ha estado circunscrito a la actividad y militancia por las reivindicaciones económicas, salariales o de condiciones laborales, y cuando ello trasciende los límites de su organización, se trata de expansiones o alcances más amplios de ese mismo tipo de reivindicaciones.  Aunque estas corporaciones tengan entre sus miembros, o incluso entre sus dirigentes, militantes políticos, no será el foco político, sino el reivindicativo, especialmente el económico o laboral, el que prime.   

Es por ello que las organizaciones de trabajadores pueden llegar a ser muy numerosas y con mucha influencia y capacidad de movilización, pero eso no se endosa necesariamente en simpatías, lealtad o membresías hacia proyectos políticos surgidos de la actividad sindical o gremial.  Sin embargo, ello nunca deja de ser una posibilidad, sobre todo en situaciones críticas en donde las masas pueden exigir a sus organizaciones sobrepasar las lindes de lo meramente reivindicativo.  Por ello, surge el interés de los políticos y empresarios, sobre todo en una sociedad capitalista-burguesa, primero de impedir a toda costa la formación de sindicatos, gremios, asociaciones campesinas o cualquier otra forma organizativa de los trabajadores.  Si no pueden evitarlo, entonces tratarán de limitar tanto como puedan su alcance e influencia, ya sea a través de leyes o fomentando el amarillismo, el oportunismo, el sectarismo y las rivalidades que existan entre ellos; al mismo tiempo que recurren a todo mecanismo comunicativo para desprestigiarlos o desautorizarlos.  Y por último, harán uso de todo su poder, tanto económico como jurídico, político y mediático, para que estas organizaciones jamás trasciendan fines reivindicativos, que son siempre escamoteables, y para que no se inmiscuyan en política ni mucho menos tengan capacidad de desarrollar un proyecto político exitoso que les dispute su hegemonía de clase. 

Las grandes luchas sociales de los últimos años en Panamá son ejemplo del límite máximo al que, en nuestras condiciones, llega el reformismo.  En la historia reciente panameña se registran los hechos de 2005, cuando el pueblo se enfrentó a las reformas al sistema de Seguridad Social.  Después, durante la Administración de Ricardo Martinelli (2009-2014), ocurrieron las grandes movilizaciones populares que tuvieron su centro en Changuinola, San Félix y Colón.  El Gobierno fue derrotado en todas ellas, pero, salvo por la insurrección de San Félix, que sustrajo de la minería a la comarca Gnobe-Buglé y afianzó sobre base sólida la autonomía de esa comarca, lo que fue un gran logro político, en las demás los Gobiernos terminaron imponiendo su criterio, puesto que los acuerdos no se cumplieron cabalmente y antes bien se las ingeniaron para aplicar paulatinamente, o de forma subrepticia, buena parte de sus designios originales, con lo que se siguió perjudicando a los trabajadores, campesinos e indígenas incluso al punto de que, con muertes aún impunes incluidas, se vulneraron sus derechos humanos. 

Así, el pueblo panameño, lo mismo que muchos pueblos de Latinoamérica, han sido severamente perjudicados por el carácter limitado y conservador del sentido que acomodadamente se da, en nuestro ámbito regional, al derecho a la insurrección.  En ello han representado un rol regresivo muchos liderazgos de los movimientos sindicales o gremiales cuando dirigen a las masas insurreccionadas.  Tales dirigencias, por estar burocratizadas y, en algunos casos, coludidas con el sistema político y empresarial, optan por que se mantenga el status quo antes que derribarlo.  En todo caso, ellas son un instrumento de mantenimiento del sistema, aunque es justo reconocer que esa es una característica que les es esencial, en virtud de su naturaleza reformista.  Tal conservadurismo es evidente en el hecho de que muchas de esas dirigencias son las mismas ahora (2022) que las de 2005 e incluso más atrás.  Y mientras el ascenso de la lucha popular aumenta su hervor, ya algunas urden el modo de bajarle la temperatura.  No es para menos, pues han aprendido que cuando los pueblos movilizados rebasan a sus dirigencias, es lo más seguro que estas sean reemplazadas fulminantemente, cosa que va al traste con la burocratización y el enquistamiento. 

2.      De la insurrección a la revolución 

El derecho al cambio político por vía insurreccional 

Siendo que hasta ahora nuestra dirigencia de trabajadores no se ha atrevido, ni siquiera en momentos francamente insurreccionales, a trascender lo reivindicativo, porque tanto la propia naturaleza reformista de sus organizaciones como el estilo inveterado con que las dirigen así se los impone, es consecuente que las luchas populares siempre hayan caído en un círculo vicioso en el cual, en el mejor de los casos, se logran algunas concesiones económicas o laborales, pero no se tocan las causas profundas de la crisis. La marea hará reflujo: la ola de la protesta se contraerá, volverá a crecer en una crisis y reventará en la playa del acuerdo pacificador en que los trabajadores y pobres, a cambio de limitadas concesiones, seguirán alimentando la riqueza de sus explotadores, los cuales manejan todos los resortes del poder para sostenerla, hasta que las protestas aisladas vuelvan a articularse y el ciclo se reanude con los mismos resultados. 

 La ruptura de este círculo vicioso está en el ascenso definitivo hacia una nueva etapa cualitativa consistente en la introducción de objetivos políticos, y dentro de estos, los revolucionarios.  Es necesario hacer la distinción, porque un régimen democrático-burgués estable, esto es, con protestas aisladas y de alcance limitado, este paso no es posible, pues a lo sumo los dirigentes o personas que se destacan en la lucha reformista estarán constreñidos a la participación en los procesos políticos electorales, donde a duras penas podrán alcanzar ciertos puestos de elección o nombramiento desde los cuales, en el mejor caso, poder denunciar lo existente, y en el peor, acoplarse al sistema, incluso incurriendo en usos políticos deleznables, como el clientelismo o la alianza con partidos burgueses; lo cual, por su parte, suele mediatizar sus acciones en los puestos públicos, con la consecuente percepción de «traición a la clase» o de «oportunismo». 

En cambio, la insurrección general ofrece a su dirigencia, sobre todo si está articulada, la dorada oportunidad de trascender del rol reivindicativo reformista hacia objetivos políticos, sin tener que hacer parte del rejuego democrático-burgués, con todo lo que ello implica.  Una insurrección general siempre es expresión de agotamiento del sistema que rige una sociedad: expresa una crisis de régimen, entendido este como orden político-jurídico y económico.  En Panamá, se trata del régimen neoliberal instaurado a partir del nuevo orden político surgido tras la invasión de los Estados Unidos en 1989.  En una situación como la panameña, donde la desigualdad es abismal, la corrupción campea por doquier, el abuso es descarado hasta la impunidad de los más perversos crímenes y todo ello está sancionado por un régimen político cuyos personeros están coludidos con ese fin, en su calidad de clientes de los adinerados que los usan para acrecentar sus fortunas en detrimento de las masas trabajadoras, es natural que estas, compelidas además por las consecuencias del declive del sistema capitalista neoliberal, acelerado por las consecuencias de la pandemia y de la guerra exterior, finalmente hayan reaccionado hasta el nivel insurreccional, el cual no solo pone en entredicho la legitimidad del régimen, sino que puede derribarlo y reemplazarlo.  En estas situaciones, y como se ha visto, las masas amenazan con rebasar a sus dirigencias y estas terminan estando por detrás de las directrices de las masas, las cuales dictan la iniciativa y sancionan o imprueban los acuerdos.   

Ocurre el caso, en la coyuntura actual panameña, de que la generalidad de la población es plenamente consciente de su poder absoluto, del cual se origina la delegación en los administradores del Estado.  Hasta las personas de condición más sencilla y humilde saben que, en estos momentos, es el pueblo el que está demostrando su poder y es consciente de su capacidad soberana.  Pareciera, a juzgar por las consignas de las manifestaciones y por los razonamientos que se difunden en redes, que también reconocen que la calamitosa y escandalosa situación que atraviesan tiene causales de fondo en donde una intrincada red de intereses creados y de rejuegos jurídico-políticos perjudica sus aspiraciones y atenta incluso contra su dignidad.  

Se diría que esta conciencia de su condición entraña al pueblo la de tener la facultad de remover todo poder que se constituya en su nombre.  En efecto, de antiguo fue reconocida como fundamental en varias excertas muy famosas, entre las cuales destaco el artículo 35 de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, redactada por los revolucionarios franceses en 1793: 

Cuando el Gobierno viola los derechos del pueblo, la insurrección es, para el pueblo y para cada una de sus porciones, el más sagrado de los derechos y el más indispensable de los deberes. 

De más reciente factura, y con vigencia plena, es el reconocimiento implícito que se hace de este derecho en el «Preámbulo» de la Declaración universal de los derechos humanos, de la ONU (1948), que señala lo siguiente: 

Considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión… 

De más está decir que Panamá es heredera de la cultura republicana occidental y signataria de la Carta de la ONU. Por ende, aunque en su Constitución no se menciona explícitamente este derecho popular, como sí ocurre en otras Constituciones, se lo reconoce como consustancial al ser humano en tanto que «recurso supremo ante la tiranía y la opresión», esto es, la violentación de sus derechos.  Ello se refuerza, además, con el conocido artículo 2 de la Constitución panameña, que reza en su primer enunciado: «El poder público solo emana del pueblo». 

Por consiguiente, desde un punto de vista del derecho, tanto natural como positivo, el pueblo panameño, al igual que cualquiera en el mundo, tiene la atribución de insurreccionarse, y no solo para «retornar al orden constituido», sino para cambiar de raíz ese orden, si él implica su sometimiento a condiciones abyectas, especialmente en un régimen agotado. 

La coyuntura insurreccional hacia el cambio político en Panamá 

De todo lo anterior, pueden desprenderse algunos factores con capacidad de propiciar el cambio político en la actual coyuntura insurreccional panameña: 

  1. Un régimen agotado, en franca metástasis. 
  2. Un Gobierno muy debilitado e instituciones estatales desprestigiadas y carentes de legitimidad. 
  3. El nacimiento de una conciencia popular sobre su propio poder. 
  4. Una conciencia colectiva muy clara sobre el origen de la situación crítica, atribuida a la clase social y política dominante. 
  5. La asistencia del derecho. 
  6. Una situación insurreccional surgida por pura iniciativa popular y en donde las masas marcan el paso a las dirigencias. 

También, sin embargo, existen algunos factores que lo obstaculizan: 

a)      Falta de una voluntad política revolucionaria en las dirigencias de la lucha. 

Ello se debe, según el razonamiento esbozado hasta ahora, más que nada, aunque no sea el único factor, a su naturaleza reformista.

b)      Falta de un programa consecuente con esta voluntad política. 

Esto es, un proyecto político revolucionario no solo coherente en su composición, sino correspondiente con una trayectoria aceptable para las masas. 

c)       Falta de una efectiva influencia de masas en las vanguardias que sí manifiestan tener esa voluntad.


Esto ocurre ora por su poca envergadura relativa, como ocurre con las vanguardias estudiantiles u organizaciones de membresía limitada; ora por su desprestigio al estar asociadas a prácticas oportunistas o sectarias; aquí por ser víctimas de debilitamientos de origen externo o infiltraciones; allá por sus escasos recursos logísticos, técnicos o económicos… 

d)      Falta de una coordinación unificada entre los focos de protesta. 

Ello ocurre en virtud de la inveterada desconfianza entre las dirigencias regionales, surgidas por prácticas malsanas de sectarismo, oportunismo, imposición e incluso camorrerismo que motivan suspicacia.  

A todas estas dificultades, la población puede reaccionar de varios modos: 

  1. Considerando que no es oportuno, conveniente, necesario o pertinente pasar de lo reivindicativo a lo político. 
  2. Presionando a su dirigencia para presentar una propuesta de objetivos políticos que conduzcan a soluciones más estructurales. 
  3. Rebasando a sus dirigentes ante su incapacidad de concertar una iniciativa común.  Esto puede ser origen de un escenario caótico cuyas consecuencias pueden ir desde la dilución de la insurrección y el retorno al status quo preexistente, a la concentración en torno a una nueva vanguardia dirigente.  
  4. Reemplazando a su dirigencia por otra que le inspire la suficiente confianza y se le atribuya mayor capacidad para conducir la insurrección por la vía del cambio estructural o revolucionario. 

Habida cuenta de todas estas consideraciones, pueden establecerse certezas y probabilidades.  Es lo cierto que ha habido un despertar insurreccional de la conciencia social panameña, cuya generalización no tiene parangón en la historia de la república.  También es cierto que la capacidad articulatoria de sus dirigencias está limitada actualmente por su origen y naturaleza reformista y por dificultades que ponen valladares a sus posibilidades de aprovechar las circunstancias y pasar de lo reivindicativo a lo político y de lo insurreccional a lo revolucionario.  Sin embargo, en la actual coyuntura, solo las alianzas regionales tienen la posibilidad de pasar de lo reivindicativo a lo político, lo cual implica, en primer lugar, que consigan nuclearse en una coordinación nacional que pueda consensuar un programa político-económico y que este sea debidamente discutido y avalado por sus vigilantes y suspicaces bases, en las cuales reside, en última instancia, como lo demuestran los acontecimientos, el poder máximo de decisión. 

Concluyo, pues, que a pesar de las dificultades de la vanguardia actual, las circunstancias críticas muy probablemente no solo no se estabilizarán en un futuro próximo, sino que se incrementarán.  En virtud de ello, queda el imperativo de la resolución del problema de la coordinación directiva de la lucha, aquí por vía del acuerdo entre los dirigentes, allá por la imposición de alguno sobre los otros, o quizá porque las propias masas rebasen esas dirigencias reemplazándolas o creando un caos que aplaste el régimen, pero sin garantía de que aquello que lo reemplace responda a sus intereses y aspiraciones.  En nuestro ámbito, desafortunadamente, caben incluso hasta regresiones ultraconservadoras.  Por ello, el enfoque revolucionario debe estar en capacidad, en el marco del ascenso de las luchas sociales, para apuntalar el liderazgo dentro del máximo sentido solidario, desterrando las taras que lo ralentizan e incorporando a un posible programa los criterios y métodos de la máxima práctica de la democracia popular, en aras de que el pueblo jamás vuelva a ser abusado, tutelado ni explotado, y tome en sus propias manos las riendas de su destino. 

Ciudad de Panamá, 18 de julio de 2022